lunes, 13 de diciembre de 2010

Tu qué sabes del amor, si no viviste un Septiembre del '84.

Recuerda que tú eres lo único que te pertenece en el universo.

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Bibi me recuerda todo aquello que en mi vida parece un ciclo de pérdidas interminables. La primera vez que lo vi fue en mi cumpleaños, nos mudaron a Israel a los pocos días de la muerte de mi padre.

Pocas cosas tengo tan vívidas como aquella última vez que estuve con mi padre; fue por mí a la escuela una mañana antes de la salida del colegio, literalmente, me le emberrinché para que me comprara unas bolitas, como yo les decía, que no son otra cosa que goribas. Lloré tanto, que luego de rodar en el auto por muchas calles, tomó el riesgo y nos bajamos a comprar las goribas. A mi padre nada lo desquiciaba más que escucharme llorar, decía que no entendía como una niña tan ausente podía llorar con tanto sentimiento.

Anduvimos rodeando las calles sólo para hacer tiempo, esperar que llegara mi madre y él pudiera regresar a su trabajo, todo sucedió tan rápido, lo vi alejarse, perderse en la distancia y de pronto ya no estaba más.

Así me imagino cada pérdida en mi vida, con esa rápidez y esa violencia. El irrumpir de los pasos de Bibi atravezando la sala son como ese eco de la conciencia que todos queremos evitar escuchar, como el sonido que producen los látigos al rozar el aire. Sus ojos como pequeños anzuelos de metal que podía infringirte una muerte lenta.

Al verlo dejé de llorar la muerte de mi padre. Así fue. Tenía esa manera de hablarme ecuánime y acartonada que bien podía sentir en mi casa el ambiente vulgar de la burocracia de las nuevas tierras que me cobijaban.

Y el estallido en Beirut se fue apagando de mi memoria conforme se fueron sumando velas al pastel de Bibi, medallas de honor a su pecho, silencios a nuestras vidas.