viernes, 27 de agosto de 2010

El atardecer de los tigres dorados.

Y sin embargo, retozan.












Desnuda en la mitad de la habitación, frente un espejo desprovisto de marco, mis cabellos negros escurriedo copiosamente la alfombra y mis pies descalzos llenos del polvo acumulado por días.

Tu paso sigiloso te deslizó directamente hacia mí, yo seguía de espalda, cepillando mi cabello, untando mi piel delgada con esencia de jazmines. Sólo percibí el gruñido que precede a la intensión de atacar, venías con las orejas levemente erguidas y la piel eriza.

Me quedé quieta, muda, con los ojos enormes al sentir la dentellada feroz que me sujeto del cuello, tus brazos largos dominaron mi cuerpo, dejándome mínima y sin oponer resistencia. Me derribaste en un beso largo y furioso que nos llevó a revolcarnos en un juego burdo que resultó en mayor excitación. Mientras yo trataba de oponer resistencia; tú, sujetabas mis brazos con tus dos enormes manos, dejando caer todo el peso de tu torso; sentía que el aire se me comprimía en el pecho hasta casi ahogarme. Me besabas como la lluvia del trópico; copiosa, violenta, estridente, evaporándose antes de tocar el suelo.

Entonces fue que reaccioné, me dejé llevar por el placer de sentir tu boca recorrerme el cuello, que la humedad de tus labios palpara mis orejas introduciendo la lengua, sin atinar a decir nada saborear tu aliento, escuchar tu respiración entrecortada y sentir como caían las gotas de sudor sobre mi piel, sudor que sabe a lo mismo que tu tez. Tu piel, olor y sabor son idénticos: son cetrinos.

En ese mismo silencio dejé que las piernas cedieran a la embestida de tu boca sobre mi pecho cuando empezaste a bajar, mordisqueabas mis senos con trémulo deseo provocando un gran dolor, parecería que querías arrancar los pesones de un tajo. No soltabas mis brazos, temiendo un duelo de fieras heridas; y aún así, tu cuerpo alcanzó para llegar a mi vientre que hervía, introduciste tu lengua temblorosa en la vulva buscando mi clítoris, cuando percibiste mi humedad fue que soltaste mi brazo izquierdo para tocar mis labios vaginales, la presión de tus dedos lastimaba de tal manera que era placentero; al introducirlos a mi vagina un grito de placer brotó ahogado de mi garganta que bien pudiste confundir con terror. Empezaste a frotar con brusquedad haciendo movimientos circulares mientras lamias zigzagueante todo alrededor.

Trataba de contener mis gemidos, mis muslos se sujetaban fuerte alrededor de tu cuello, cuando al provocarme un espasmo, me apartaste violentamente llevando tus manos a mi cuello, me advertiste que ni se me ocurriera venirme en tu boca. Fue entonces que me penetraste atravezando una vágina ya seca ante el horror de una inminente asfixia. El dolor fue intenso, tu barba raspaba mi rostro mientras ahogabas mi boca en tu boca y tus manos de nuevo sujetaban mis brazos con una fuerza bestial con la que entrabas y salías de mí. Había dolor y mis lágrimas corrían sin yo poder evitarlo.

Complacido decidiste que lo mejor era terminar en mi cara; entonces vi como esos ojos negros me penetraban con mayor fuerza que cuando te tenía adentro; eran de un cristalino profundo y taimado, con unas pestañas copiosas que se confundían en el inmensidad de tu mirada. Había visto ese rostro tantas veces en fotos y no fue sino hasta tenerte así que descubrí en tus ojos el vacío de mi mirada.

Te escupí mientras te carcajeabas. Sabías que ya no opondría ningún tipo de resistencia, ni intentaría huir aunque me esposaste a la puerta del baño antes de salir. Me quedé sentada en el piso tratando de aquilatar la dimensión del operativo fallido, la confusión se había apoderado de mis nervios: si habías llegado hasta aquí, secuestrando mi habitación y me perdonabas la vida, era porque afuera ya no había nada que rescatar, aunque tus ganas de poseerme fueron mayores que el asco que podía provocarte esta cerda judía.

Avanzaste a la puerta mientras la ventana reflejaba un inusual ocaso dorado, ocre y pálido, como los tigres sin rayas, como nosotros...

                          

martes, 17 de agosto de 2010

Levante.

Y los perros siempre vuelven, aunque a veces solo sea para ensuciar el piso.

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La primera vez que estuve en Líbano fue a los cuatro años, mi padre aún tenía familia viviendo en Saida, ningún recuerdo me queda de eso. La segunda fue por salvoconducto para llegar hasta la Embajada de Estados Unidos en Beirut; en el tiempo que Nona y yo huímos, luego de que le volé medio rostro a mi padrastro. Tenía 11 años y sigo con los recuerdos vívidos como las imágenes que ahora tengo delante.

Es de pendejos volver a la escena de un crimen. Pero a partir de hoy, el Levante se queda indeleble en la memoria como espacio-temporal donde mis miedos se incrustan como las cercas de madera en la tierra blanda que rodea el camino que ahora recorro.

¿Qué pasa cuando un katsa cuando no puede cometer un crimen?

Huye. Y hay que esconderse de preferencia en los lugares más comunes, donde todo el mundo lo note, para que de tan cotidiano que te vuelvas nadie sospeche. Y tratar de mantenerse flotando en la normalidad hasta que las aguas se vuelvan calmas.

No es que no pudiera matarlo, es que no quise. Sostuve el arma con las dos manos y no disparé. Intente infinidad de veces romperle el cuello mientras dormía y terminaba acariciando su nuca, ahogándome yo. Demoré la partida, prolongué en el tiempo el deseo de pertenencia aún sabiendo que la factura estaba por llegar.

Me quedo parada en medio de la verja, con los ojos abiertos y el cabello revuelto; ése, el mechón crespo que le gustaba enredarse entre los dedos. Azorada de ver el ir y venir de transeuntes que me ignoran, sin saber que potencialmente soy eso que llaman enemigo. Y mientras que aquí se dan bala, yo no sé nada, ya muerta estoy.

sábado, 7 de agosto de 2010

Borders.


Son las 4:30 a.m., media hora antes de que suene el despertador y una hora antes de que llegue el amanecer; recorro la cortina de la recámara y descubro sutiles albores de la mañana. Las luces se reflejan mejor en el mar, aunque los bancos de brisa suelen ser densos en toda la zona donde vivo.

Llego a hacer fila a la garita justo a las 6:00 a.m, y mi absurda idea de tiempo extra se esfuma al ver la larga fila que da vueltas hasta el lado opuesto de Palacio Municipal, y encima, el tráfico mal desviado que sólo logra hacer más agobiante la espera. Es verano y el sol ha salido deslumbrante en todo lo alto, el viejo lobo de mar que me he vuelto para este asunto de cruzar todos los días me indica que la demora es de mínimo dos horas, por lo que empiezo a echar mano de mi kit vs. la garita: playlist de música gapachosa, cargador de ipod, lectura de aeropuerto, bolsa de maquillaje, celular, dos manzanas, café cargado y una que otra cosa inverosímil.

Catorce años de cruzar obligadamente cada mañana. Las cosas han cambiado al paso del tiempo y ahora que lo pienso yo crecí aquí, en medio de esta fila cada vez más larga; ya no percibo este espacio como cuando era niña y mi padre cruzaba a todos mis primos sin documentos, antes era una sincronía, ahora es un desfase en tiempo y forma que se prolonga exponencialmente y… En eso estoy cuando el brillo del sol me da en los ojos, recordándome que por las prisas olvidé mis gafas y tomar mi medicamento. Cargo con otro montón de pastillas paliativas que no me van a servir para nada si no me pongo mis gafas.

¡Mierda! ¡Cómo pude dejarlas en casa!

Soy migrañosa; los veranos en California pasaron de mí hace algunos años, cuando la fotofobia y yo nos volvimos una pareja disfuncional pero recurrente. Respiro profundo, tratando de distraer el dolor pulsátil en el ojo izquierdo que lagrimea. Espero que avance la fila para encontrar algún vendedor de agua helada y lograr que los paliativos tengan algún efecto antes de cruzar y llegar a mi trabajo donde tengo más pastillitas milagrosas bien guardadas.

Apagué la música y me olvidé del libro. Empiezo a observar a mi alrededor a todos los vendedores y servicios que me ofrecen a las 6:30 a.m., desde cualquier tipo de comida chatarra, café de cadenas comerciales locales, voceadores, aseguradoras para automóviles que ofrecen planes de un día en cobertura de responsabilidad civil en Estados Unidos, cambio de divisas, limpiadores de trapo y esponja, gente pidiendo dinero para todo tipo de necesidad, encuestas de partidos políticos, farmacias ambulantes, juguetitos baratos, camisetas de equipos de fútbol, cobijas, adornos para la casa, ofertas de cirujanos plásticos que cobran en abonos y terrenos con vista al mar. Todo lo necesario para un cruce ‘placentero’, pero nada mitiga la desesperación de no poder bajar del auto y mandar todo al demonio cuando ya llevas dos horas ahí aplastado y la fila parece no avanzar.

Me cubro el dolor con las manos, como si tuvieran el poder de mitigarlo y me viene a la memoria un comentario estúpido de mi hermana hace unos días:

- Me estoy levantando a las 5 a.m. para ir a caminar con mis amigas al parque Morado.

- Y le respondo: sí, yo también me levanto todos los días a las 5:00 a.m. y desde hace mucho para venir a trabajar.

Y es que la perspectiva un tanto absurda de la gente vive del otro lado es que los que vivimos acá padecemos sólo por el placer de perfeccionar nuestro talento de mártires; muchos se olvidan de que alguna vez vivieron en Tijuana, cruzaban a diario y salieron huyendo de ese día a día. Es fácil hablar desde la óptica de quien sólo se refiere a Tijuana  y todo el asunto binacional como una molestia, cerrar los ojos y volverse crítico indolente de una realidad que a todos nos toca. Cada que anuncian que otorgarán ingresos para reforzar la frontera, que harán alguna modificación a los sistemas de rastreo y seguridad, que mandarán blindajes, vallas extendidas o emiten comunicados exhortando a no cruzar la frontera, nosotros sabemos que se traduce en: más tiempo perdido haciendo fila.

Mi dolor no cesa; sigo tratando de distraer mis pensamientos, de dirigir mi rabia hacia algo externo... Recuerdo la mañana del 11 de septiembre, estaba dormida y la de nuevo, babosa de mi hermana, me despertó a las 6:30 a.m. para de decirme que ni se me ocurriera cruzar esa mañana la garita porque la iban a cerrar. . Yo le estaba mentando la madre mentalmente por haber osado despertarme tan temprano y diciéndole que mejor me cruzaba antes de que la cerraran. Qué ilusa; pocas mañanas quedaban de ésas, cuando me levantaba a las 7 a.m. para llegar a mi trabajo antes de las 9 a.m. Ese día se rompió el encanto: a partir de entonces empezamos a conocer esperas de más de una hora, inspecciones por motivos absurdos y chauvinistas, el estrés y agobio ante la indolencia a respetar nuestra persona, tiempo, necesidad, etcétera.

Mi padre, como buen sajón, desde pequeña me enseñó que ningún inspector tenía derecho de violentar o cometer abuso de autoridad por razón de mi origen y residencia. Con la mitad de mi familia en San Diego mi cruce siempre ha sido constante, a veces más de una vez al día, pero cuando empecé a cruzar como adulto, motivada por una necesidad laboral, mi perspectiva cambió radicalmente. Pocas veces tuve problemas con respecto a la seguridad, pocos cuestionamientos y segundas inspecciones, recuerdo haber cruzado sin ninguna identificación hasta que el año pasado exigieron pasaportes a todos los adultos sin excepción.

Me da un poco de temor manejar con un dolor de cabeza tan fuerte, sé que de no ceder tendré que llamar a mi trabajo, pero no lo puedo hacer porque mi celular no tiene línea sino hasta acercarme más. Ya ha pasado más de una hora, voy a la mitad, mi dolor crece y el humor de los automovilistas empieza a mutar; es evidente ahora la molestia que desdibuja sus expresiones. Volteo a la derecha y notó que la línea de acceso rápido está igual de lenta, ya ni los casi 150 dólares invertidos por cabeza para pasar fluidamente. Pienso que debí dejar el carro en San Ysidro y cruzar caminando, pero en los últimos meses el cruce peatonal, además de lento, se convirtió en un campo minado por las agencias de seguridad. Antes de llegar a la inspección de documentos, mínimo10 policías estuvieron observando y, de detectar cualquier actitud sospechosa, pidieron documentos o pasaron a los perros entrenados entre tus piernas. Como forma de intimidación funciona hasta que la costumbre te lleva a ignorar y volverte inmune a ese tipo de actitud hostil. Lo mismo sucede desde siempre en el cruce vehicular, pero no es lo mismo un perro olisqueándote la entrepierna que las llantas del auto.

El olor a fritangas que va surgiendo de entre las filas, me produce más nauseas. Creo que todos ya estamos rabiando bilis; son dos horas y quince minutos y apenas llegamos a la zona donde los postes dividen las 24 puertas de la garita. Este proceso puede ser tan lento o tan rápido como el agente decida: pues bien, hoy el agente de mi fila decidió no hacerlo nada ágil. Me miro en el espejo retrovisor y mi rostro luce maltrecho, abotagado, con el  ojo derecho visiblemente inflamado y el dolor me tiene hasta entumecida. Veo la hilera de postes que nos separan de fila en fila, como una extensión de la barda. Los agentes pasan entre nosotros, husmean, de cuando en cuando mueven los carros y nunca falta el que en plan pesado pida los documentos sólo por sospechar, baje al conductor de su auto y lo lleve amagado o hasta esposado de pies y manos para pasarlo a la segunda inspección al sonido de la rechifla entre las diferentes divisiones de seguridad para dar aviso a que salgan agentes de refuerzo, como si se tratara de delincuentes peligrosos. Los mismo sucede a la salida en el cruce hacia México, mientras estés en los límites del territorio de Estados Unidos eres susceptible de pasar como delincuente hasta que se demuestres lo contrario, tal como lo dice la legislación.

Mi mente en esos momentos se queda perdida pensando en que debo cruzar mañana sin carro; que es viernes y seguramente encuentre otras tantas horas de fila para salir, que no llegaré a la tienda para no salir cargando, que seguramente se me partirá el corazón al ver el montón de deportados y ex convictos que cada hora llevan a botar al bordo y se les ve deambular por la ciudad como perritos en crucero, asustados, con hambre y sin dinero. Es una realidad: cientos de personas deportadas al día, que han vuelto a la ciudad un pulular de gente desocupada ofreciendo sus servicios bilingües por unas monedas. Eso también es un hecho: la ciudad se ha llenado de gente que una vez deportada, al terminar sus condenas en las cárceles y haber perdido todos sus derechos como residentes legales en Estados Unidos, vienen a verter su frustración y sueños a medias en una ciudad que donde no desean encajar, aspirando a lograr un perdón por las autoridades migratorias o por lo menos una oportunidad para regresar ilegalmente.

Llego finalmente con el agente migratorio, revisa mis documentos y luego de las preguntas de rutina y hacerle una inspección a mi auto hasta por debajo de la tarjeta de circulación, me hace la famosa boletita naranja para pasarme a inspección secundaria.

¡Lo que me faltaba! Cómo si estuviera en condiciones de lidiar con preguntas estúpidas y sabrá cuánto tiempo ahí dentro; porque entrar a la inspección secundaria es como entrar a la dimensión desconocida: sabes cuándo entras pero no cuándo y cómo vas a salir. Un agente me guía de camino, me pide que me estacione y espero varios minutos, el dolor de cabeza sigue, por lo menos ya no estoy bajo el rayo del sol. Se acercan otros agentes y me piden mi bolso, las llaves y me bajan del auto; me sientan en una mesa adyacente de metal dando la espalda a la revisión. Duran aproximadamente media hora antes de acercarse a mí, levantarme de la mesa y tomarme de los brazos cual vil malandro para llevarme a una oficina escueta con una barandilla y algunas sillas. Una oficial se acerca y me hace una revisión completa. Los oficiales a cargo de barandilla ya tenían mis documentos con ellos y algunas de mis pertenencias; el que me entrevista me dice:

Señorita, ¿usted tiene así la mirada o está bajo el influjo de alguna droga?

Todo eso en el tono menos amable. Empecé a sentir un poco de nervios. No tenía nada en el carro ni conmigo. Sólo atiné a responderle que tenía un cuadro severo de migraña, que me sentía muy mal por haber estado casi tres horas de frente a la luz, y que sí, en efecto, había tomado algunos analgésicos que estaban en la guantera.

Me hicieron a un lado, me sentaron y me dejaron esperar una hora completa sin dirigirme la palabra, hasta que finalmente empezaron a interrogarme. Las preguntas de rutina: ¿dónde naciste?, ¿dónde vives?, ¿fecha y lugar de nacimiento?, ¿nombre y nacionalidad de tus padres?, ¿dirección en EU?, ¿por qué cruzas diario?, ¿a qué te dedicas?, ¿quiénes son y dónde vive tu familia?, ¿con quiénes vives?, ¿qué traes en el auto y cuánto tiempo tienes con él?, ¿le has hecho una reparación mayor en los últimos meses?, etc… Una y otra vez y con la mayor cantidad posible de variantes.

Luego cesaron las preguntas y vino otra hora en la que vi pasar cada minuto en el reloj que tenían colgado sobre la pared de la puerta de salida. Vi entrar y salir agentes, con desayunos y café, bromeando, platicando sobre trivialidades. En algún punto me perdí en pensarlos fuera de ese cuarto hostil, como padres de familia, esposos, amantes, hijos, clientes de home depot y espectadores de los Padres. Los escuché murmurar entre dientes: la chica vive en México pero no tiene nada, el récord está limpio y aquí están las  llaves y los documentos. Aún así, vi pasar la larga hora de espera hasta que finalmente me dijo el oficial a cargo del interrogatorio: te puedes ir, la inspección ha terminado.

Habían pasado seis horas desde que salí de mi casa, mi día laboral ya era un absurdo y mi dolor de cabeza seguía ahí. Así que tomé mi bolso, me dirigí a la salida y tomé el retorno a Tijuana…