martes, 17 de agosto de 2010

Levante.

Y los perros siempre vuelven, aunque a veces solo sea para ensuciar el piso.

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La primera vez que estuve en Líbano fue a los cuatro años, mi padre aún tenía familia viviendo en Saida, ningún recuerdo me queda de eso. La segunda fue por salvoconducto para llegar hasta la Embajada de Estados Unidos en Beirut; en el tiempo que Nona y yo huímos, luego de que le volé medio rostro a mi padrastro. Tenía 11 años y sigo con los recuerdos vívidos como las imágenes que ahora tengo delante.

Es de pendejos volver a la escena de un crimen. Pero a partir de hoy, el Levante se queda indeleble en la memoria como espacio-temporal donde mis miedos se incrustan como las cercas de madera en la tierra blanda que rodea el camino que ahora recorro.

¿Qué pasa cuando un katsa cuando no puede cometer un crimen?

Huye. Y hay que esconderse de preferencia en los lugares más comunes, donde todo el mundo lo note, para que de tan cotidiano que te vuelvas nadie sospeche. Y tratar de mantenerse flotando en la normalidad hasta que las aguas se vuelvan calmas.

No es que no pudiera matarlo, es que no quise. Sostuve el arma con las dos manos y no disparé. Intente infinidad de veces romperle el cuello mientras dormía y terminaba acariciando su nuca, ahogándome yo. Demoré la partida, prolongué en el tiempo el deseo de pertenencia aún sabiendo que la factura estaba por llegar.

Me quedo parada en medio de la verja, con los ojos abiertos y el cabello revuelto; ése, el mechón crespo que le gustaba enredarse entre los dedos. Azorada de ver el ir y venir de transeuntes que me ignoran, sin saber que potencialmente soy eso que llaman enemigo. Y mientras que aquí se dan bala, yo no sé nada, ya muerta estoy.

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