lunes, 29 de marzo de 2010

sábado, 27 de marzo de 2010

Earth Hour.

Apagué todas las luces y no porque sea de gran conciencia planetaria, sino porque sentía que la sangre me hervía y me volaba la cabeza.

Azoté la pantalla de la computadora y me metí corriendo a la regadera. Dejé el agua fría correr por todos lados, me paré unos minutos debajo del chorro con los ojos abiertos, luego los cerré y me visualicé atrás, en los recuerdos, unos meses antes donde todo era distinto, donde el cielo nunca estuvo despejado.

Cerré la llave a ciegas, recargada en la pared con los ojos todavía apretados, tratando de navegar en el laberinto de dolor que pensaba ajeno, pero no, aún está ahí, aún vive dentro el fantasma de mis posibilidades de crueldad infinita, de sufrimiento anodino, esa sonrisa burlona que ahora me acosa diciendo que me he convertido en una máquina repetidora de clichés.

Sé que me he convertido en él, cuando me han preguntado lo mismo que yo le preguntaba a cada rato y rompía en llanto al escuchar la misma respuesta, que ahora he dado. Lo que ha sucedido hace días, no es nada; aprendí a dar marcha atrás abruptamente porque sé que el dolor, ése, va en crecendo si lo dejo asirme.

Luego recordé el mantra que aprendí y me repetía todos los días: el equilibrio es saber fluir con el movimiento, no hay nada de estático en él.

Respiré hondo, mi piel y mi cabello ya no escurrían, abrí los ojos y miré todo alrededor, era otro lugar, otra circunstacia, otro momento en mi vida, había fluído hasta aquí y todos los días tenía que pasar la misma prueba. Él se había quedado en el camino.

Sonreí porque ya había pasado lo peor, y me volví a salvar de mí misma.

jueves, 18 de marzo de 2010

La Nona.

Empezaba a caer la tarde cuando la Nona llegó con una taza de té, yo estaba sentada en las escalerillas que daban al jardín, ensimismada, como siempre. Ajena de todo lo remotamente humano.

Nona me dio la taza, haciendo hincapié en que me traía el té ese gringo que me había dado por tomar. Le sonreí, le dije: se llama Chai.

La Nona, mi nona, ese hombre que en cada arruga tenía un secreto escondido, había venido con mis padres y le instalaron aquí, lejos de todo, huyendo de su pueblo, dejo todo por venir a pasarlo a esta tierra de nadie y más allá de la hilera de macetas del jardín posterior, su vida no pasaba. Había logrado entenderse a medias con Amir, el de la tienda, o con Oziel, el repartidor del agua. Siempre decía que los prefería de clóset y con familia, a saber de qué iba esos deseos de no afrontarse ni él.

Cuando nací me depositaron en las manos de la Nona; con todo y nalgas, como suele recordármelo cada que puede. A los cinco años me mostró mis primero tacones y me dijo: vas a tratar de caminar erguida y sobre una sola línea; aquellos zapatos altísimos, tenían unas plataformas pesadas y brillaban, yo le decía que eran los zapatos de princesas, pero en realidad eran unos zapatos de rumbera que no sé de qué antro gay habrá conseguido. En sus ratos libres se dedicaba a diseñar vestuario para show de cabaret, su cuarto estaba lleno de pedacitos de piedras falsas, brillos, plumas y puras joterías, como lo regañaba mi madre, cuando les daba por discutir sobre qué era una buena educación para la Neshama. La Nona había sido el mejor amigo de mi madre, se lo trajó a vivir con ella cuando supo que estaba embarazada, luego se convirtió en mi madre de crianza cuando mi padre murió y mi madre se fue a vivir con el militar.

La Nona y yo jugamos tanto, era su pequeña muñeca. Antes de salir, me tomaba del cabello y lo peinaba perfectamente hacia atrás; me vestía con un uniforme impecable que verificaba pieza por pieza al igual que mis notas. Aprendió el idioma junto con mis tareas del colegio. La Nona, el hombre educado por sus tías las solteronas michoacans, me decoraba mi recámara con detalles hermosos, una vez pintó un mural de libélulas, hadas y mariposas. Aún revisa mi ropa cuando regreso a su casa, como ahora, su casa, que es más de él que mía.

Nunca decidió a irse lejos de mí, dice que mis padres no hubieran sabido que hacer conmigo, es verdad, para mi madre siempre fui una niña un tanto demente y para mi padre era su única hija la especial, la mudita. Ambos tan ocupados con la vida del Consulado.

No tengo tantos recuerdos de mis padres como de la Nona. Cuando mi padre murió, sólo he tenido a la Nona para hacerle entender a mi poca capacidad de empatía que mi vida se había trastornado. Que nos ibamos a quedar solas muy pronto, a la deriva si mi madre decidía no ayudarnos más. Y lo del accidente a mi padrastro, ha sido la Nona, quien se negoció a no sé cuál amistad, para que me sacaran del país y me entrenaran para el ejército. Me dio un bofetón y soltó las lágrimas, me dijo:  ¿qué has hecho, Neshama, qué has hecho?

Han pasado los años y la Nona sigue siendo eso: mi Nona. Él ha sido capaz de darme ese derroche de feminidad que no se permite para sí mismo. Ahora estamos solos, a la Nona ya le pesan los años, y sé que no le hace nada feliz que su Neshama se la convirtieran en un vil sicario, aunque en cada ascenso se sienta a mi lado, me da un palmada en las rodillas y sonríe, luego me dice, te voy a festejar como mi tía Martha, y me hace ese guiso con carne de cerdo que tanto me gusta. Y ni saber cómo es que consigue cerdo por estos lares.

No me lo dice nunca, pero sabe cuando las culpas deberían pesar y no me pesan, sólo me mira; a veces se sigue dirigiendo a mí como cuando tenía cuatro años y mi trastorno era más evidente, me toma de los hombros, me agita un poco y me mira fijo al hablarme. Yo le sonrío y me le abrazo, le digo: sí, sí, ya voy.

Ahora estaba sentado conmigo en el porche, hablando de no sé qué sobre los beneficios de la sábila  y la diabetes...

lunes, 15 de marzo de 2010

He aquí que me voy con mi sociopatía, a otra parte.

Si las relaciones humanas no son fáciles para nadie, para los adultos con reminiscencias de asperguer, menos.
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