sábado, 27 de marzo de 2010

Earth Hour.

Apagué todas las luces y no porque sea de gran conciencia planetaria, sino porque sentía que la sangre me hervía y me volaba la cabeza.

Azoté la pantalla de la computadora y me metí corriendo a la regadera. Dejé el agua fría correr por todos lados, me paré unos minutos debajo del chorro con los ojos abiertos, luego los cerré y me visualicé atrás, en los recuerdos, unos meses antes donde todo era distinto, donde el cielo nunca estuvo despejado.

Cerré la llave a ciegas, recargada en la pared con los ojos todavía apretados, tratando de navegar en el laberinto de dolor que pensaba ajeno, pero no, aún está ahí, aún vive dentro el fantasma de mis posibilidades de crueldad infinita, de sufrimiento anodino, esa sonrisa burlona que ahora me acosa diciendo que me he convertido en una máquina repetidora de clichés.

Sé que me he convertido en él, cuando me han preguntado lo mismo que yo le preguntaba a cada rato y rompía en llanto al escuchar la misma respuesta, que ahora he dado. Lo que ha sucedido hace días, no es nada; aprendí a dar marcha atrás abruptamente porque sé que el dolor, ése, va en crecendo si lo dejo asirme.

Luego recordé el mantra que aprendí y me repetía todos los días: el equilibrio es saber fluir con el movimiento, no hay nada de estático en él.

Respiré hondo, mi piel y mi cabello ya no escurrían, abrí los ojos y miré todo alrededor, era otro lugar, otra circunstacia, otro momento en mi vida, había fluído hasta aquí y todos los días tenía que pasar la misma prueba. Él se había quedado en el camino.

Sonreí porque ya había pasado lo peor, y me volví a salvar de mí misma.

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