jueves, 23 de septiembre de 2010

Ichneumon

Hay serpientes que también son encantadoras.

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Me dijeron que eran dos y que siempre iban juntas. Así son las parejas, no se alejan demasiado la una de la otra. Se acompañan. Así que era matar a ambas o no matar a ninguna. Debo confesar que por primera vez titubié, sentí agolpar la sangre en todas las partes que de mi cuerpo ya no recordaba, sentí como el aire me faltó y esa ansiedad que irrredenta que hormiguea en el vientre y baja hasta el sexo, éso, deseo.

Tocar, probar, oler, conocer. Sentir su humedad bordeando la mía. El murmullo imperceptible que emitía al reconocer una presa. Sus ojos hipnóticos se clavaron en el fondo de mis córneas como queriendo dejar un mensaje grabado, se me acercó despacio y rodeo mis piernas lentamente. A lo lejos distinguí el murmullo del doble opuesto que venía cercándome la huída.

Me quedé inmóvil y un poco aturdida, cuando comprendí que estaba a punto de ser asfixiada; si sus ojos no me matan, su peso me asfixia o sus colmillos me clavan. Y no había huída. La tomé firme y le azoté la cabeza contra el piso, una, dos, tres, incontables veces, hasta ver brotar su sangre a chorros, exploté la cabeza en el piso y aquella seguía meneándose compulsivamente.

La otra se dejó venir buscando mi cuello, más lenta, más precisa, con los ojos amarillos mostraba su lengua que contagiosa iba hurgando la temperatura. De alguna manera mis manos la tomaron del hocico, y lo abrieron hasta separarlo, desgarraarla, hacerla pedazos, ver las vísceras caer y esa fetidez sanguinolienta que se mezclaba con el olor de veneno.

Rompí en llanto con toda aquella adrenalina y enmedio de la confusión olvidé que el antídoto soy yo.

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