Recuerda que tú eres lo único que te pertenece en el universo.
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Bibi me recuerda todo aquello que en mi vida parece un ciclo de pérdidas interminables. La primera vez que lo vi fue en mi cumpleaños, nos mudaron a Israel a los pocos días de la muerte de mi padre.
Pocas cosas tengo tan vívidas como aquella última vez que estuve con mi padre; fue por mí a la escuela una mañana antes de la salida del colegio, literalmente, me le emberrinché para que me comprara unas bolitas, como yo les decía, que no son otra cosa que goribas. Lloré tanto, que luego de rodar en el auto por muchas calles, tomó el riesgo y nos bajamos a comprar las goribas. A mi padre nada lo desquiciaba más que escucharme llorar, decía que no entendía como una niña tan ausente podía llorar con tanto sentimiento.
Anduvimos rodeando las calles sólo para hacer tiempo, esperar que llegara mi madre y él pudiera regresar a su trabajo, todo sucedió tan rápido, lo vi alejarse, perderse en la distancia y de pronto ya no estaba más.
Así me imagino cada pérdida en mi vida, con esa rápidez y esa violencia. El irrumpir de los pasos de Bibi atravezando la sala son como ese eco de la conciencia que todos queremos evitar escuchar, como el sonido que producen los látigos al rozar el aire. Sus ojos como pequeños anzuelos de metal que podía infringirte una muerte lenta.
Al verlo dejé de llorar la muerte de mi padre. Así fue. Tenía esa manera de hablarme ecuánime y acartonada que bien podía sentir en mi casa el ambiente vulgar de la burocracia de las nuevas tierras que me cobijaban.
Y el estallido en Beirut se fue apagando de mi memoria conforme se fueron sumando velas al pastel de Bibi, medallas de honor a su pecho, silencios a nuestras vidas.
lunes, 13 de diciembre de 2010
jueves, 23 de septiembre de 2010
Ichneumon
Hay serpientes que también son encantadoras.
*****
Me dijeron que eran dos y que siempre iban juntas. Así son las parejas, no se alejan demasiado la una de la otra. Se acompañan. Así que era matar a ambas o no matar a ninguna. Debo confesar que por primera vez titubié, sentí agolpar la sangre en todas las partes que de mi cuerpo ya no recordaba, sentí como el aire me faltó y esa ansiedad que irrredenta que hormiguea en el vientre y baja hasta el sexo, éso, deseo.
Tocar, probar, oler, conocer. Sentir su humedad bordeando la mía. El murmullo imperceptible que emitía al reconocer una presa. Sus ojos hipnóticos se clavaron en el fondo de mis córneas como queriendo dejar un mensaje grabado, se me acercó despacio y rodeo mis piernas lentamente. A lo lejos distinguí el murmullo del doble opuesto que venía cercándome la huída.
Me quedé inmóvil y un poco aturdida, cuando comprendí que estaba a punto de ser asfixiada; si sus ojos no me matan, su peso me asfixia o sus colmillos me clavan. Y no había huída. La tomé firme y le azoté la cabeza contra el piso, una, dos, tres, incontables veces, hasta ver brotar su sangre a chorros, exploté la cabeza en el piso y aquella seguía meneándose compulsivamente.
La otra se dejó venir buscando mi cuello, más lenta, más precisa, con los ojos amarillos mostraba su lengua que contagiosa iba hurgando la temperatura. De alguna manera mis manos la tomaron del hocico, y lo abrieron hasta separarlo, desgarraarla, hacerla pedazos, ver las vísceras caer y esa fetidez sanguinolienta que se mezclaba con el olor de veneno.
Rompí en llanto con toda aquella adrenalina y enmedio de la confusión olvidé que el antídoto soy yo.
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Me dijeron que eran dos y que siempre iban juntas. Así son las parejas, no se alejan demasiado la una de la otra. Se acompañan. Así que era matar a ambas o no matar a ninguna. Debo confesar que por primera vez titubié, sentí agolpar la sangre en todas las partes que de mi cuerpo ya no recordaba, sentí como el aire me faltó y esa ansiedad que irrredenta que hormiguea en el vientre y baja hasta el sexo, éso, deseo.
Tocar, probar, oler, conocer. Sentir su humedad bordeando la mía. El murmullo imperceptible que emitía al reconocer una presa. Sus ojos hipnóticos se clavaron en el fondo de mis córneas como queriendo dejar un mensaje grabado, se me acercó despacio y rodeo mis piernas lentamente. A lo lejos distinguí el murmullo del doble opuesto que venía cercándome la huída.
Me quedé inmóvil y un poco aturdida, cuando comprendí que estaba a punto de ser asfixiada; si sus ojos no me matan, su peso me asfixia o sus colmillos me clavan. Y no había huída. La tomé firme y le azoté la cabeza contra el piso, una, dos, tres, incontables veces, hasta ver brotar su sangre a chorros, exploté la cabeza en el piso y aquella seguía meneándose compulsivamente.
La otra se dejó venir buscando mi cuello, más lenta, más precisa, con los ojos amarillos mostraba su lengua que contagiosa iba hurgando la temperatura. De alguna manera mis manos la tomaron del hocico, y lo abrieron hasta separarlo, desgarraarla, hacerla pedazos, ver las vísceras caer y esa fetidez sanguinolienta que se mezclaba con el olor de veneno.
Rompí en llanto con toda aquella adrenalina y enmedio de la confusión olvidé que el antídoto soy yo.
viernes, 27 de agosto de 2010
El atardecer de los tigres dorados.
Y sin embargo, retozan.
Desnuda en la mitad de la habitación, frente un espejo desprovisto de marco, mis cabellos negros escurriedo copiosamente la alfombra y mis pies descalzos llenos del polvo acumulado por días.
Tu paso sigiloso te deslizó directamente hacia mí, yo seguía de espalda, cepillando mi cabello, untando mi piel delgada con esencia de jazmines. Sólo percibí el gruñido que precede a la intensión de atacar, venías con las orejas levemente erguidas y la piel eriza.
Me quedé quieta, muda, con los ojos enormes al sentir la dentellada feroz que me sujeto del cuello, tus brazos largos dominaron mi cuerpo, dejándome mínima y sin oponer resistencia. Me derribaste en un beso largo y furioso que nos llevó a revolcarnos en un juego burdo que resultó en mayor excitación. Mientras yo trataba de oponer resistencia; tú, sujetabas mis brazos con tus dos enormes manos, dejando caer todo el peso de tu torso; sentía que el aire se me comprimía en el pecho hasta casi ahogarme. Me besabas como la lluvia del trópico; copiosa, violenta, estridente, evaporándose antes de tocar el suelo.
Entonces fue que reaccioné, me dejé llevar por el placer de sentir tu boca recorrerme el cuello, que la humedad de tus labios palpara mis orejas introduciendo la lengua, sin atinar a decir nada saborear tu aliento, escuchar tu respiración entrecortada y sentir como caían las gotas de sudor sobre mi piel, sudor que sabe a lo mismo que tu tez. Tu piel, olor y sabor son idénticos: son cetrinos.
En ese mismo silencio dejé que las piernas cedieran a la embestida de tu boca sobre mi pecho cuando empezaste a bajar, mordisqueabas mis senos con trémulo deseo provocando un gran dolor, parecería que querías arrancar los pesones de un tajo. No soltabas mis brazos, temiendo un duelo de fieras heridas; y aún así, tu cuerpo alcanzó para llegar a mi vientre que hervía, introduciste tu lengua temblorosa en la vulva buscando mi clítoris, cuando percibiste mi humedad fue que soltaste mi brazo izquierdo para tocar mis labios vaginales, la presión de tus dedos lastimaba de tal manera que era placentero; al introducirlos a mi vagina un grito de placer brotó ahogado de mi garganta que bien pudiste confundir con terror. Empezaste a frotar con brusquedad haciendo movimientos circulares mientras lamias zigzagueante todo alrededor.
Trataba de contener mis gemidos, mis muslos se sujetaban fuerte alrededor de tu cuello, cuando al provocarme un espasmo, me apartaste violentamente llevando tus manos a mi cuello, me advertiste que ni se me ocurriera venirme en tu boca. Fue entonces que me penetraste atravezando una vágina ya seca ante el horror de una inminente asfixia. El dolor fue intenso, tu barba raspaba mi rostro mientras ahogabas mi boca en tu boca y tus manos de nuevo sujetaban mis brazos con una fuerza bestial con la que entrabas y salías de mí. Había dolor y mis lágrimas corrían sin yo poder evitarlo.
Complacido decidiste que lo mejor era terminar en mi cara; entonces vi como esos ojos negros me penetraban con mayor fuerza que cuando te tenía adentro; eran de un cristalino profundo y taimado, con unas pestañas copiosas que se confundían en el inmensidad de tu mirada. Había visto ese rostro tantas veces en fotos y no fue sino hasta tenerte así que descubrí en tus ojos el vacío de mi mirada.
Te escupí mientras te carcajeabas. Sabías que ya no opondría ningún tipo de resistencia, ni intentaría huir aunque me esposaste a la puerta del baño antes de salir. Me quedé sentada en el piso tratando de aquilatar la dimensión del operativo fallido, la confusión se había apoderado de mis nervios: si habías llegado hasta aquí, secuestrando mi habitación y me perdonabas la vida, era porque afuera ya no había nada que rescatar, aunque tus ganas de poseerme fueron mayores que el asco que podía provocarte esta cerda judía.
Avanzaste a la puerta mientras la ventana reflejaba un inusual ocaso dorado, ocre y pálido, como los tigres sin rayas, como nosotros...
Desnuda en la mitad de la habitación, frente un espejo desprovisto de marco, mis cabellos negros escurriedo copiosamente la alfombra y mis pies descalzos llenos del polvo acumulado por días.
Tu paso sigiloso te deslizó directamente hacia mí, yo seguía de espalda, cepillando mi cabello, untando mi piel delgada con esencia de jazmines. Sólo percibí el gruñido que precede a la intensión de atacar, venías con las orejas levemente erguidas y la piel eriza.
Me quedé quieta, muda, con los ojos enormes al sentir la dentellada feroz que me sujeto del cuello, tus brazos largos dominaron mi cuerpo, dejándome mínima y sin oponer resistencia. Me derribaste en un beso largo y furioso que nos llevó a revolcarnos en un juego burdo que resultó en mayor excitación. Mientras yo trataba de oponer resistencia; tú, sujetabas mis brazos con tus dos enormes manos, dejando caer todo el peso de tu torso; sentía que el aire se me comprimía en el pecho hasta casi ahogarme. Me besabas como la lluvia del trópico; copiosa, violenta, estridente, evaporándose antes de tocar el suelo.
Entonces fue que reaccioné, me dejé llevar por el placer de sentir tu boca recorrerme el cuello, que la humedad de tus labios palpara mis orejas introduciendo la lengua, sin atinar a decir nada saborear tu aliento, escuchar tu respiración entrecortada y sentir como caían las gotas de sudor sobre mi piel, sudor que sabe a lo mismo que tu tez. Tu piel, olor y sabor son idénticos: son cetrinos.
En ese mismo silencio dejé que las piernas cedieran a la embestida de tu boca sobre mi pecho cuando empezaste a bajar, mordisqueabas mis senos con trémulo deseo provocando un gran dolor, parecería que querías arrancar los pesones de un tajo. No soltabas mis brazos, temiendo un duelo de fieras heridas; y aún así, tu cuerpo alcanzó para llegar a mi vientre que hervía, introduciste tu lengua temblorosa en la vulva buscando mi clítoris, cuando percibiste mi humedad fue que soltaste mi brazo izquierdo para tocar mis labios vaginales, la presión de tus dedos lastimaba de tal manera que era placentero; al introducirlos a mi vagina un grito de placer brotó ahogado de mi garganta que bien pudiste confundir con terror. Empezaste a frotar con brusquedad haciendo movimientos circulares mientras lamias zigzagueante todo alrededor.
Trataba de contener mis gemidos, mis muslos se sujetaban fuerte alrededor de tu cuello, cuando al provocarme un espasmo, me apartaste violentamente llevando tus manos a mi cuello, me advertiste que ni se me ocurriera venirme en tu boca. Fue entonces que me penetraste atravezando una vágina ya seca ante el horror de una inminente asfixia. El dolor fue intenso, tu barba raspaba mi rostro mientras ahogabas mi boca en tu boca y tus manos de nuevo sujetaban mis brazos con una fuerza bestial con la que entrabas y salías de mí. Había dolor y mis lágrimas corrían sin yo poder evitarlo.
Complacido decidiste que lo mejor era terminar en mi cara; entonces vi como esos ojos negros me penetraban con mayor fuerza que cuando te tenía adentro; eran de un cristalino profundo y taimado, con unas pestañas copiosas que se confundían en el inmensidad de tu mirada. Había visto ese rostro tantas veces en fotos y no fue sino hasta tenerte así que descubrí en tus ojos el vacío de mi mirada.
Te escupí mientras te carcajeabas. Sabías que ya no opondría ningún tipo de resistencia, ni intentaría huir aunque me esposaste a la puerta del baño antes de salir. Me quedé sentada en el piso tratando de aquilatar la dimensión del operativo fallido, la confusión se había apoderado de mis nervios: si habías llegado hasta aquí, secuestrando mi habitación y me perdonabas la vida, era porque afuera ya no había nada que rescatar, aunque tus ganas de poseerme fueron mayores que el asco que podía provocarte esta cerda judía.
Avanzaste a la puerta mientras la ventana reflejaba un inusual ocaso dorado, ocre y pálido, como los tigres sin rayas, como nosotros...
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